1 Crónicas 29:11
«Tuyos son, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos.»
Reflexión bíblica de hoy:
La alabanza que transforma el corazón
A veces, cuando la vida aprieta y las fuerzas parecen desvanecerse, lo último que nos viene a la mente es alabar.
Nos acostumbramos a asociar la alabanza con momentos de victoria, con celebraciones, con días soleados y caminos sin obstáculos.
Pero la alabanza auténtica nace cuando reconocemos quién es Dios, no por lo que nos da, sino por lo que Él es.
En lo profundo del alma, cuando todo parece ir en contra, se enciende una chispa: un “gracias” que no depende de las circunstancias, una alabanza que brota del corazón quebrantado, pero lleno de fe.
David entendía esto profundamente. A pesar de los errores que cometió, de las batallas que peleó y de los días de angustia, jamás dejó de exaltar a Dios.
En este versículo, él no se enfoca en sí mismo, ni siquiera en su pueblo o en sus logros, sino en la grandeza de Dios.
Alaba porque reconoce que todo lo que hay —desde las estrellas en el cielo hasta los tesoros en la tierra— le pertenece al Señor.
Y esa verdad lo libera. Cuando entendemos que todo es de Dios, que su gloria es eterna y su poder incomparable, nuestro corazón encuentra descanso.
La alabanza tiene ese poder: nos eleva por encima de las dificultades, no para ignorarlas, sino para verlas desde una perspectiva divina.
No cambia las circunstancias de inmediato, pero sí cambia nuestro interior.
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Nos recuerda que no estamos solos, que Dios sigue siendo el Rey, que su trono no se tambalea, y que Él merece toda honra aunque el mundo se desmorone a nuestro alrededor.
Hay momentos en los que nuestra alabanza es nuestra arma más fuerte.
Cuando no sabemos qué decir en oración, cuando las lágrimas no paran, cuando las respuestas no llegan, podemos levantar nuestras manos y decir: “Tú sigues siendo digno, Señor”.
Y eso, esa declaración sencilla pero poderosa, abre los cielos. No hay alabanza desperdiciada.
Cada palabra que exalta al Creador es como incienso que sube al trono de gracia.
Es fácil alabar cuando todo va bien. Pero la verdadera alabanza es la que nace en medio del quebranto.
Es esa que no depende del ánimo, sino de la convicción de que Dios es grande, justo, bueno y fiel.
Y cuando alabamos así, el cielo toca la tierra. Nuestro corazón se llena de luz, nuestras cargas se hacen más livianas, y el Espíritu de Dios se mueve con poder en nuestra vida.
Hoy, haz una pausa. Mira al cielo. Recuerda quién es tu Dios. No por lo que hace, sino por lo que es.
Alábalo con todo tu ser, no esperando algo a cambio, sino porque Él ya lo es todo.
Cuando la alabanza se vuelve nuestro estilo de vida, también se convierte en la llave que nos libera del temor, la tristeza y la desesperanza.
¡Dios te bendiga!
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